En
las ciudades colombianas la mejor calidad de vida está en las intermedias. Son
mas seguras, funcionales, confortables y económicas. Pero menos emocionantes;
por eso las mejores son las que están cerca de una ciudad grande. Como
Manizales, a cuatro horas de carretera de Cali o Medellín y a media hora de
avión de Bogotá. Allí supieron o descubrieron hace
años que lo mejor para ser una ciudad de primer orden es seguir siendo una ciudad pequeña.
Por eso inquietan las
verdaderas razones que mueven al Gobierno y a la “industria” de las obras
publicas y la vivienda cuando interviene en ellas. Y los terratenientes que las
rodean pues sólo les interesa la gran valorización de sus tierras, cuyo precio
se disparó cuando al aumento natural de la población se sumaron los desplazados
del campo o que buscaban el “aire de la ciudad” que como se sabe desde la Edad
Media, libera.
Además las afecta menos la muy
mala relación entre Estado, ciudadanía y arquitectos, como la es entre un
Estado ineficiente y corrupto, una ciudadanía que no es tal pues carece de
cultura urbana debido a su muy reciente presencia en las ciudades, y unos
arquitectos que cada vez son mas pero cada vez con menos ética y mas estética
copiada, cuya presencia en las ciudades cada vez es menos apreciada como lo que
debería de ser: los diseñadores de la ciudad, tal como quería Jane Jacobs (Muerte y vida de la grandes ciudades,
1961).
El equivocado papel del Estado se
puede resumir en que tiene un Ministerio de la Vivienda en lugar de uno de la
ciudad, del cual aquella sería apenas un viceministerio. El papel de la
“ciudadanía”, por su parte, es aplaudir estupideces como “cambiarle la cara a
las ciudades”, “hacer obras ”, y creer la publicidad engañosa que le vende
costosas y malas viviendas. Y el papel lamentable de los arquitectos es
responsabilidad de la proliferación de universidades, a las que les piden un
programa de “artes” para reconocerlas como tales.
De otro lado, las iniciativas del
Banco Internacional de Desarrollo, como
“Ciudades Emergentes y Sostenibles”, no son a favor del verdadero desarrollo sostenible
de las ciudades intermedias, sino del gran negocio emergente implícito en su
obsolescencia programada. Como señala Eduardo Galeano, en
América Latina hay campos vacíos y varias de las mayores ciudades del mundo, y
las más injustas (Me caí del
mundo y no se como entrar, 2010).
Finalmente, los Planes de Ordenamiento
Territorial no obedecen a un diseño urbano arquitectónico, y este a una
concepción filosófica de la ciudad. No pasan de ser una normativa enredada y
contradictoria que se cambia según el interés de urbanizadores y constructores,
escudándose en doctores encorbatados que son supuestos “expertos”, que como
dicen que dijo Frank Lloyd Wright son personas que creen que lo saben todo y ya
no piensan.
En conclusión, el reto de las ciudades
intermedias es cómo seguir siéndolo. Cómo
conectarse con lo que ofrece una gran capital del país o de los países vecinos,
o Europa o Estados Unidos. Y desarrollarse culturalmente: ciencias, artes, deportes,
espectáculos y ocio. Como dice el economista Edward Glaeser: “Para prosperar,
una ciudad tiene que atraer a personas inteligentes y permitir que colaboren
unas con otras.” (El triunfo de las
ciudades, 2011).
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