Las ciudades se generaron en un lento proceso, de lo natural a lo cultural, como pasó hace milenios en Mesopotamia. Las viviendas se juntaron para protegerlas con una palizada, o emplazarlas cerca a un vado o cruce de caminos o a su largo, para cotorrear y comerciar mejor, o al lado de un lugar sagrado, para acoger y explotar a los peregrinos, o cerca a un puerto seguro o alrededor de una colina o fortaleza buscando su protección (Lewis Mumford: La cultura de las ciudades, 1938). Naves rectangulares formaron desordenadas manzanas con patios, y se circulaba por lo que sobraba entre ellas y que ahora llamamos espacio urbano. Calles posteriores se trazaron con alguna de las pocas maneras posibles (Sibyl Moholy-Nagy: Urbanismo y Sociedad,1968), deparando nuevas emociones en sus recorridos y, cuando crecieron, se rodearon de murallas y surgieron los arrabales. Los egipcios las trazaron ortogonalmente para los obreros que levantaron las pirámides, los griegos para sus colonias, los romanos para los campamentos de sus legiones, que dieron origen a tantas ciudades en el Viejo Mundo, y los reinos medioevales para sus bastidas militares.
Nuestras ciudades también fueron trazadas, ya en el siglo XVI, en forma de damero. Así se obtenía fácilmente un loteo equitativo para repartirlo entre los conquistadores, y en nada influyeron los poblados aborígenes americanos con sus fluidos espacios, resultantes de la localización desordenada de bohíos de planta central, pero tampoco las trazas ceremoniales de las escasas ciudades prehispánicas que encontraron. Al principio de la Colonia solo tuvieron una plaza mayor y unas pocas calles, formando manzanas mas o menos regulares que después se ocuparon con casas, algunas de ellas importantes y que llamamos palacios, e iglesias, conventos y cuarteles. Las republicas decimonónicas les agregaron afrancesados parques, avenidas, alamedas, explanadas, fuentes, monumentos y antejardines, y privatizaron su suelo. Después importamos de Estados Unidos la zona verde, la autopista, los centros comerciales y, con el gran desarrollo tecnológico del siglo XX, los edificios altos y los voladizos.
Su rapidísimo crecimiento reciente originó las oficinas de planeación, pero pese a zonificaciones y estratificaciones y demás buenas intenciones del urbanismo moderno, hoy resultan es de la especulación inmobiliaria, que ocupa el suelo desordenadamente. (Jaime Sarmiento: La arquitectura de moda, 2006). Sus perímetros se estiran a favor de unos cuantos terratenientes, ignorando el tamaño y densidad apropiados para que sean bellas, estimulantes, funcionales y sostenibles, y sus administraciones en general están dedicadas es a repartir el erario. Y sin cultura urbana ni instituciones dedicadas a las ciudades, solo vemos lo que pasa en ellas. No las reconocemos como artefactos y menos como obras de arte colectivo, y desconocemos que han sido siempre y al mismo tiempo edificios y calles, habitantes y actividades. Habría que densificarlas y recuperar para la arquitectura su conformación (Jane Jacobs: Vida y muerte de las grandes ciudades, 1961), pues el espacio urbano y el social son hoy, mas que nunca, inseparables. Sería una política para “urbanitas” y polis y no para politiqueros.
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