Como
dice André Gorz, seudónimo
de Gerhart Hirsch, filosofo
existencialista y co-fundador de Le Nouvel Observateur, los automóviles posibilitaron
por primera vez en las sociedades de clases una radical diferencia entre la
velocidad y medio de transporte de las clases mas altas con las medias y bajas.
Por primera vez un medio de transporte muy diferente de los tradicionales
parecía inaccesible para las masas. No había comparación entre el automóvil y la
carreta o el coche de caballos, la bicicleta o el ferrocarril (La ideología social del automóvil, Le Sauvage, 1973).
Gentes elegantes se paseaban en grandes vehículos de
mas de una tonelada y cuyos complicados motores se ocultaban a la vista. Un
aspecto importante del mito del automóvil es que por primera vez los sistemas
operativos de los vehículos privados eran totalmente desconocidos y cuyo
mantenimiento o reparación había que confiar a mecánicos. Que, como se sabia
antes entre nosotros, mientras arreglaban algo dañaban otra cosa, y que ahora
la cambian por otra “original” pero carísima, al punto de que pareciera que el
negocio sea vender repuestos mas que carros.
La paradoja del automóvil, dice
Gorz, estribaba en que parecía conferir a sus dueños una independencia sin
límites, al permitirles desplazarse de acuerdo con la hora e itinerarios de su
elección y a una velocidad igual o superior a la del ferrocarril. Pero en
realidad, esta aparente autonomía tenía como contraparte una dependencia
extrema de otros. A diferencia del jinete, el carretero o el ciclista, el
automovilista dependería de comerciantes de repuestos, estaciones de servicio,
talleres y sobre todo de mecánicos.
Al revés de los dueños anteriores de
medios de locomoción, continúa Gorz, el automovilista establecería un vínculo
de usuario y consumidor –y no de poseedor – con el vehículo del que era dueño. El
automóvil lo obligaría a consumir y utilizar una cantidad de servicios
comerciales y productos industriales que sólo terceros podrían procurarle. La
aparente autonomía del propietario de un carro escondía una relación de dependencia
enorme, llegando pronto a “tener” que cambiar de modelo cada año, como se
cambia de vestido siguiendo la moda.
En Estados
Unidos, según Iván Illich, pensador austríaco crítico de las instituciones clave del progreso moderno, citado por Gorz,
el
estadounidense tipo dedica más de 1.500 horas por año (4 al día, 30 a la
semana, domingos incluidos) a su carro: las que pasa frente al volante, en
marcha o detenido, las necesarias de trabajo para pagarlo y para pagar la gasolina, las llantas, los
peajes, el seguro, las infracciones y los impuestos; necesita entonces, 1.500
horas para recorrer en un año 10.000 kilómetros: seis kilómetros le toman una
hora.
En
los países pobres son muchas las personas que se desplazan caminando exactamente
a esa
velocidad, con la ventaja adicional, dice Ilich, de que pueden ir adonde sea y
no sólo a lo largo de calles asfaltadas
cada vez con mas carros. Precisamente es
por eso que se ha insistido reiteradamente en esta columna, desde hace años, en
la necesidad de hacerle andenes a Cali, pues como dice Edward Glaeser (El triunfo de las ciudades, 2011)
más de media hora para ir diariamente al trabajo o al estudio no es calidad de
vida; así sea en carro.
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