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Una falacia. 17.01.2013


Como dice André Gorz, seudónimo de Gerhart Hirsch, filosofo existencialista y  co-fundador de Le Nouvel Observateur,  los automóviles posibilitaron por primera vez en las sociedades de clases una radical diferencia entre la velocidad y medio de transporte de las clases mas altas con las medias y bajas. Por primera vez un medio de transporte muy diferente de los tradicionales parecía inaccesible para las masas. No había comparación entre el automóvil y la carreta o el coche de caballos, la bicicleta o el ferrocarril (La ideología social del automóvil,  Le Sauvage, 1973).
            Gentes  elegantes se paseaban en grandes vehículos de mas de una tonelada y cuyos complicados motores se ocultaban a la vista. Un aspecto importante del mito del automóvil es que por primera vez los sistemas operativos de los vehículos privados eran totalmente desconocidos y cuyo mantenimiento o reparación había que confiar a mecánicos. Que, como se sabia antes entre nosotros, mientras arreglaban algo dañaban otra cosa, y que ahora la cambian por otra “original” pero carísima, al punto de que pareciera que el negocio sea vender repuestos mas que carros.
            La paradoja del automóvil, dice Gorz, estribaba en que parecía conferir a sus dueños una independencia sin límites, al permitirles desplazarse de acuerdo con la hora e itinerarios de su elección y a una velocidad igual o superior a la del ferrocarril. Pero en realidad, esta aparente autonomía tenía como contraparte una dependencia extrema de otros. A diferencia del jinete, el carretero o el ciclista, el automovilista dependería de comerciantes de repuestos, estaciones de servicio, talleres y sobre todo de mecánicos.
            Al revés de los dueños anteriores de medios de locomoción, continúa Gorz, el automovilista establecería un vínculo de usuario y consumidor –y no de poseedor – con el vehículo del que era dueño. El automóvil lo obligaría a consumir y utilizar una cantidad de servicios comerciales y productos industriales que sólo terceros podrían procurarle. La aparente autonomía del propietario de un carro escondía una relación de dependencia enorme, llegando pronto a “tener” que cambiar de modelo cada año, como se cambia de vestido siguiendo la moda.
            En Estados Unidos, según Iván Illich, pensador austríaco crítico de las instituciones clave del progreso moderno, citado por Gorz,  el estadounidense tipo dedica más de 1.500 horas por año (4 al día, 30 a la semana, domingos incluidos) a su carro: las que pasa frente al volante, en marcha o detenido, las necesarias de trabajo para pagarlo y para pagar la gasolina, las llantas, los peajes, el seguro, las infracciones y los impuestos; necesita entonces, 1.500 horas para recorrer en un año 10.000 kilómetros: seis kilómetros le toman una hora.
            En los países pobres son muchas las personas que se desplazan caminando exactamente a esa velocidad, con la ventaja adicional, dice Ilich, de que pueden ir adonde sea y no sólo a lo largo de calles asfaltadas cada vez con mas carros.  Precisamente es por eso que se ha insistido reiteradamente en esta columna, desde hace años, en la necesidad de hacerle andenes a Cali, pues como dice Edward Glaeser (El triunfo de las ciudades,  2011) más de media hora para ir diariamente al trabajo o al estudio no es calidad de vida; así sea en carro.


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