Salvo cortas menciones de castillos y palacios imaginados, o de puertas y ventanas enrejadas de algunas ventas, el tema de la arquitectura no existe en el libro, pero en su segunda parte hay algunas conclusiones que aplican a la arquitectura: “La abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen” (P. II, Prólogo, Aguilar, 1957, p. 980); “no hay libro tan malo […] que no tenga algo bueno” (P. II, C. III, p. 1014); “la mejor salsa del mundo es la hambre; y como ésta no falta a los pobres, siempre comen con gusto” (P. II, C. V, p. 1030); “sé lo que es valentía, que es una virtud que está puesta entre dos extremos viciosos, como son la cobardía y la temeridad” (P. II, C. XVII, p. 1168 ).
La abundancia en un edificio de componentes constructivos siempre iguales, o de algunos de sus elementos y partes, es decir la repetición idéntica de algo, elimina las sorpresas al mirarlo y desde luego en su recorrido y pronto lleva al aburrimiento; como sucede con tantos insípidos rascacielos de moda hace unas décadas, o en esas largas filas de casas idénticas o esas ‘torres’ de apartamentos ídem, o los Ministerios en el Eje Monumental de Brasilia. O sea todo lo contrario de los grandes sillares de piedra y altas columnas de mármol del Palacio de Carlos V en la Alhambra, en el primer caso, o de las tres Torres del Parque en Bogotá de Rogelio Salmona en el segundo, iguales pero distintas.
Pero no hay edificio tan malo que no tenga algo bueno en su emplazamiento, función, construcción o forma, y hasta en la arquitectura espectáculo lo hay, como en el Guggenheim de Bilbao o en el museo de la Biodiversidad en Panamá; o como lo es la corrección a la inclinación no prevista de los últimos tramos de la Torre de Pisa que por lo contrario le da más carácter, igual que a la Mezquita de Córdoba la iglesia incrustada en medio de ella. Y no hay edificio tan bueno que no tenga algo malo, como lo sería hoy en el Partenón si se pintaran de nuevo los colores que en la Antigüedad cubrían partes de su muy bello y blanco mármol. Igual en la Casa de la cascada pero es un secreto.
Y la mejor ‘salsa’ para la arquitectura en el mundo ha sido la escasez de recursos materiales, la que ha llevado a que los constructores se superen para beneficio de aquella; basta con pensar en un iglú o en un tipi o en una maloca y en general en toda arquitectura vernácula o popular tradicional. Por lo contrario, la abundancia de recursos es la que ha permitido desde el Siglo XX la generalización de la peor arquitectura en su larga historia, en manos de malos arquitectos que no aciertan al olvidar que menos es más, como sí lo recordó Ludwig Mies van der Rohe y Frank Lloyd Wright o Alvar Aalto lo tuvieron presente pero sin decirlo ni exagerarlo, lo que no se puede decir siempre de Le Corbusier.
El acertar en arquitectura es una virtud entre los dos extremos viciosos de la simpleza y el espectáculo; y el mejor ejemplo es la Alhambra. Allí abundan los componentes iguales pero nunca idénticos ni dispuestos de la misma forma; la ‘mala’ relación entre el imponente Palacio de Carlos V y los muy bellos e íntimos palacios nazaríes termina beneficiándolos por contraste; y, finalmente, el único recurso a lo largo de sus diversas construcciones, modificaciones y reconstrucciones, con lo que siempre se contó, fue el conocimiento de su oficio por parte de los alarifes responsables de ellas. ¿Cuál “suntuoso palacio o alcazaba” (P. I, C. XXIII, p. 1230), sería el que recordaba Cervantes?
La abundancia en un edificio de componentes constructivos siempre iguales, o de algunos de sus elementos y partes, es decir la repetición idéntica de algo, elimina las sorpresas al mirarlo y desde luego en su recorrido y pronto lleva al aburrimiento; como sucede con tantos insípidos rascacielos de moda hace unas décadas, o en esas largas filas de casas idénticas o esas ‘torres’ de apartamentos ídem, o los Ministerios en el Eje Monumental de Brasilia. O sea todo lo contrario de los grandes sillares de piedra y altas columnas de mármol del Palacio de Carlos V en la Alhambra, en el primer caso, o de las tres Torres del Parque en Bogotá de Rogelio Salmona en el segundo, iguales pero distintas.
Pero no hay edificio tan malo que no tenga algo bueno en su emplazamiento, función, construcción o forma, y hasta en la arquitectura espectáculo lo hay, como en el Guggenheim de Bilbao o en el museo de la Biodiversidad en Panamá; o como lo es la corrección a la inclinación no prevista de los últimos tramos de la Torre de Pisa que por lo contrario le da más carácter, igual que a la Mezquita de Córdoba la iglesia incrustada en medio de ella. Y no hay edificio tan bueno que no tenga algo malo, como lo sería hoy en el Partenón si se pintaran de nuevo los colores que en la Antigüedad cubrían partes de su muy bello y blanco mármol. Igual en la Casa de la cascada pero es un secreto.
Y la mejor ‘salsa’ para la arquitectura en el mundo ha sido la escasez de recursos materiales, la que ha llevado a que los constructores se superen para beneficio de aquella; basta con pensar en un iglú o en un tipi o en una maloca y en general en toda arquitectura vernácula o popular tradicional. Por lo contrario, la abundancia de recursos es la que ha permitido desde el Siglo XX la generalización de la peor arquitectura en su larga historia, en manos de malos arquitectos que no aciertan al olvidar que menos es más, como sí lo recordó Ludwig Mies van der Rohe y Frank Lloyd Wright o Alvar Aalto lo tuvieron presente pero sin decirlo ni exagerarlo, lo que no se puede decir siempre de Le Corbusier.
El acertar en arquitectura es una virtud entre los dos extremos viciosos de la simpleza y el espectáculo; y el mejor ejemplo es la Alhambra. Allí abundan los componentes iguales pero nunca idénticos ni dispuestos de la misma forma; la ‘mala’ relación entre el imponente Palacio de Carlos V y los muy bellos e íntimos palacios nazaríes termina beneficiándolos por contraste; y, finalmente, el único recurso a lo largo de sus diversas construcciones, modificaciones y reconstrucciones, con lo que siempre se contó, fue el conocimiento de su oficio por parte de los alarifes responsables de ellas. ¿Cuál “suntuoso palacio o alcazaba” (P. I, C. XXIII, p. 1230), sería el que recordaba Cervantes?
Comentarios
Publicar un comentario