Los presidentes o jefes de gobierno de las democracias avanzadas son reelegidos, incluso indefinidamente, como en el Reino Unido, y sobre todo lo son los alcaldes de muchas ciudades. No permitirlo solo le conviene a los politiqueros para turnarse en el negocio del poder, aprovechando el temor de los ciudadanos a que repitan los malos. Pero es mejor un alcalde que se haga reelegir que uno malo detrás de otro, pues tendría mas tiempo para continuar algo bueno ya iniciado. Y si es muy malo, como Moreno en Bogotá, difícilmente lo sería. Como dice Karl Popper (La sociedad abierta y sus enemigos, 1982) y se recordaba en esta columna hace unos años, la democracia no sirve para elegir buenos gobernantes sino para quitar los malos sin violencia. Es evidente que en solo cuatro años es difícil que un alcalde nuevo, necesariamente sin experiencia previa en el cargo, y carente cultura arquitectónica y conocimientos de urbanismo, como suele pasar últimamente entre los nuestros, pueda hacer algo bien y al tiempo cumplir con los compromisos que le permitieron ganar.
Por eso aquí las obras públicas se contratan por su provecho político o en efectivo, y su diseño se realiza una y otra vez, y no por su necesidad real. Y de ahí que se adornen con supuestos beneficios económicos o sociales, de mejor recibo, o se aproveche que estén de moda, aun cuando ya no se usen en otras partes. Como cuando en Cali comenzamos a construir los puentes que cercan su centro histórico, mientras que en Madrid se los demolía. No se las valora por su provecho como tales, sino por los impuestos que involucran y los empleos ocasionales que generan, y por eso se vuelven un debate polítiquero y no urbano arquitectónico. Se está a favor o en contra de todas las “mega obras” de Ospina, por ejemplo, sin conocer los diseños de las que ya los tienen (por supuesto adjudicados a dedo haciéndole un “quite” a la ley), o sin considerar que en muchas de ellas su acierto depende totalmente de su diseño, como en la autopista llamada ahora del Bicentenario, que dependiendo del mismo partiría aun mas la ciudad o por lo contrarío la uniría, si se pensara en la gente y no apenas en los carros.
Pero la responsabilidad no es solo de los que creen en las promesas imposibles y lugares comunes de los candidatos, victimas de lo políticamente correcto o de su ignorancia en asuntos urbanos pues aquí llevamos muy poco tiempo habitando en ciudades. Lo es mucho mas de los que deberían orientarlos, que no opinan sobre la reelección seguida de los alcaldes, y ni siquiera la de los presidentes, concentrados reiterativamente en el escándalo de la de Uribe. En consecuencia muchos ciudadanos en ciernes concluyen que toda reelección es fatalmente inconveniente o, por lo contrario que es buena solo cuando se trata de la de Uribe, sin reflexionar en la bondad de la reelección en si misma. En Cali, por ejemplo, pese a que todos los últimos alcaldes han sido malos, poco pensamos si no hubiera sido bueno haber reelegido al menos malo, y el hecho es que no se habría perdido mucho con ensayar. Para Bogotá, y para ellos, es claro que hubiera sido mejor que Peñalosa o Mockus hubieran podido continuar; y también para el Polo y la democracia, como se está viendo.
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